sábado, 25 de julio de 2009

Gripe por-si-na-da

Gripe por-si-na-da
El mundo entero convulsiona. Ha llegado la hora de la rebelión de los cerdos, aquellos de la granja de Orwell, que consideran (¡ahora sí!) que todos somos iguales, sin ser unos más iguales que otros: candidatos a ser infectados por el virus H1N1; un híbrido digno de Frankenstein entre la gripe aviar, porcina y humana.




El virus ha saltado del cerdo al hombre, y ahora se contagia entre seres humanos. No se sabe hasta dónde puede llegar la posible expansión. Tampoco la virulencia. Aunque, en principio, es tan contagioso como una gripe, pero su morbilidad aún siendo mayor, no es equiparable a los grandes asesinos ya conocidos en la microbiología.

Lo que es curioso es esa otra infección, la del virus del pánico, que se palpa y se respira. El miedo al miedo del contagio.

Miles de enfermedades mortales nos rondan, desde el cáncer con sus mil tentáculos hasta infartos mortales en segundos, y vivimos como si no existieran. Seguimos fumando, viviendo con exceso de peso y escasez de ejercicio, cerrando los ojos en tanatorios y funerales de familiares y conocidos: “le ha pasado a él. Yo sigo aquí”, como si la epidemia muerte fuese a pasar de largo por el simple hecho de ignorarla.

Por-si-na-da ocurre, vivo como si nada ocurriese, sería el resumen de este estilo de vida.

Y ahora que la Gripe por-si-na-da, se encienden las alarmas, las angustias, los miedos. ¿Cuál es la diferencia?: se lo diremos. La pandemia de muerte “normal” la tenemos domesticada en nuestra mente, metida en un corral de sucesos extraordinarios y anormales que controlamos. Ocurre allí dentro, pero fuera hay orden. No sólo médicos y medicinas, sino la seguridad de lo conocido que controlo. Sería muy mala suerte que me tocase a mí -ya mismo- la gélida guadaña.

No debería ser muy distinto con la gripe porcina. La posibilidad real de morir por ella es más bien remota. No sólo porque es difícil que llegue a producirse un contagio masivo, sino porque su mortalidad no es la de la peste en la Edad Media: es mucho menos agresiva, la salud de la población es mayor, y los medios para combatirla infinitamente mejores (entendiendo siempre que -por desgracia- los llamados "países en vías de desarrollo" sufren proporcionalmente más el impacto negativo de cualquier crisis sanitaria).

Lo que no ha cambiado a través de los siglos y milenios es el genuino miedo a la muerte, que se asoma por entre las rendijas de nuestros cerrojos de lo cotidiano.

Y quizás algún día sí que estalle una infección letal e incontrolable. O quizás llegue el momento en que la catástrofe ecológica origine radiaciones y cambios climáticos extremos. O un meteorito se acerque para impactar la Tierra. O el sol se apague… estamos recordando películas que (como la que relataba la caída de las Torres Gemelas por un atentado terrorista) eran simple imaginación porque nunca se habían producido.

Pero esos cuentos pueden convertirse un día en historias reales de terror.

O no.

Pero si de algo sirven estos miedos colectivos e irracionales, es para mostrarnos que en el fondo de nuestra alma, en un rincón oscuro, yace una pregunta individual y razonable sobre nuestra vida, cuando lleguemos al umbral que todos hemos de cruzar. Y eso es inevitable.

No se debe buscar a Dios sólo por miedo ante la muerte. Pero a veces es el medio que Dios usa para que demos el primer paso para salir de nuestra inercia y que le busquemos, para que seamos conscientes de cuánto le necesitamos, de cuán desesperados (sin esperanza) estamos ante el punto final (puntos suspensivos) de nuestra vida. Uno de los ladrones crucificados junto a Jesús lo hizo, y el Hijo de Dios le prometió que ese mismo día estaría con él en el Paraíso.

Cuando estamos en ese descanso interior que sólo Jesús da, podemos decir, como dijo Martin Luther King, "Si supiera que el mundo se acabase mañana yo, hoy todavía, plantaría un árbol".

Redacción P+D es la Dirección de Protestante Digital

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